Se ha borrado
en mi memoria esa mancha de edificios gestada en la oferta y la demanda. La
escuela, los retornos entre cables sosteniendo los tranvías
lugares de
descanso, las milpas cada cuadra y los que siempre cuidaban los terrenos, se
han ido, cuando entonces tampoco podíamos impedirlo al imaginarnos el futuro con el mismo escenario.
Continúan
otros nigromantes de mi corta travesía a llamarme por mi nombre por todos estos
años; a conocerme, según ellos, con un rato de intercambio, una partida de
ajedrez, el bote pateado, la reunión de unos vecinos al compás de la anarquía, el
aprendizaje de los besos y el amor sin prisas.
No hay
remordimiento al apagar con llanto sus ausencias o mitigar con el recuerdo las
esperanzas muertas y a medida que la ciudad cambiaba de escenario, otras
ciudades desvestidas de la magia, se apoderaban del sexo y la poesía, se
jugaban otros juegos para poder llegar a ser gigantes, intercambio de autores
entre tazas con un café sin tueste, marchas silenciosas e interminables por el
paseo de la Reforma, reunión de disidentes con el gastado bote de los juegos en
la esquina, historias de otros hermanos muertos al exigir el cambio, que fueron
aplastados por la misma maquinaria que presagiaba el progreso; las cárceles para
los apestados, los que podían pensar o rebelarse ante el tirano, la forma
diferente de besar en la plaza a tu
pareja, el grito del rock con otros gritos confundidos al perder nuestra
inocencia, el engaño de los años y el retrato de un rebelde, la locura, mejor
el nombre repetido para subvertir al verbo y luego el exilio, la hipocresía del
discurso demagógico que de igual forma encierra al disidente.
Los lugares de
intercambio en Buenavista por la música deseada, largas caminatas entre
pasillos reducidos con libreros en lugares especiales, otras formas de consumo
para idénticas formas de vida en coincidencia y después las oficinas, los
papeles dibujados con diagramas vetustianos y caducos, los inicios de un
progreso para un par de privilegios y dos colonias emergentes,
las materias
sustitutas de la historia y la historia verdadera para unos cuantos, la
ignorancia con no pocos diplomas a diez mil pesos el semestre.
Pero siempre
la música es mi eterna compañía y la que cambió mi historia el acontecer de
varios puntos en esta sucesión de paradigmas uno tras otro para romper el cerco
y ensanchar la confusión en el planeta y después de varios siglos, el regreso
como una moda más por esos años a la enseñanza de otros sabios diferentes, a
las túnicas y el ágora en los oráculos de los anafres encendidos, el ocote y
las plantas de la magia, el conocimiento sin la razón de los teoremas, la
fuerza de luz en un instante cuántico, el humo del copal, la otra percepción de
las estrellas, el constante conocer sin haberse conocido y un toque de espíritu
en otro toque mágico.
Después la
conciencia, el hombre nuevo que de tanto desgaste ha ido envejeciendo, el
desahogo de las cuatro de la tarde alrededor de una mesa de cantina para
olvidar los días repetidos, para cobrar el diezmo, la cobardía de no decir una
palabra que disgustara al jefe o provocara que fueras conflictivo, las caricias
pagadas para seguir en el mismo lenguaje del tirano,
para comprar
el paraíso, de vez en cuando el diezmo.
En una tarde
sin objetos de apoyo o desahogos simbólicos, como las dos palabras repetidas en
un discurso largo, ¡Oh Dios!, como extraño la ausencia
de lo que
alguien se robó sin darme cuenta y ahora nuevamente: El despojo,
un frío
calado hasta los huesos y otras palabras que construyen mi lenguaje
me aseguran
que de igual forma sigo siendo el mismo y este intento recurrente de la
explicación sin el silencio, es mi forma de ser, mi propia ideología que a estas alturas, de ser un devorador de
letras sin rumbo, un retorófago en el
manual de los no iniciados por el profundo mundo de los privilegios, aprendiz
de principiante para lo que en este entonces el tiempo es un accidente, negador
de las artesanías de la elipsis y la metáfora; regreso mejor al sillón cómodo
de las cinco de la tarde a la espera de la verdad única en mi vida, en la vida
de los hambrientos, en la apatía de mis paisanos, en la brutal postura de los que leen las noticias y lamentan la
tristeza ajena desde este cómodo sillón de la inconciencia.
Rechazar al
premio Nobel de este año porque algunos se lo merecen o por que no comparto sus
ideas, en fin, buscar en el espacio virtual de las imágenes la respuesta sin
preguntas, el amor que alguna vez se perdió en una sala de cine en un barrio
fantasma, las butacas de madera por donde las chinches se colaban hasta el
colchón compartido con algún intruso de provincia, al menos la misma sangre y
los juegos cambiados y los sueños y el cine y el beso único después de diez
funciones con la vecina de al lado y los comerciales en su pleno apogeo y
algunas noticias de un grupo que cambiaría la historia.
No obstante,
en medio de balcones, prados perdidos en la ciudad universitaria, viajes interminables
en un carro compacto y dos cigarros de mota, sin haber leído “In the road” y no
entender las letras de las canciones, mientras una bruja blanca del imperio,
apóstata, convertida en la diosa de la contracultura, me trasmitía el halo de
la vida por medio de sus nalgas y dos pezones rosados en un cuarto de hotel
barato, en tanto se escuchaba la música perdida entre sus letras de un judío
converso en el templo de la tarántula con el pan y el vino para celebrar la
vida en una noche de símbolos perdidos en la inmensidad de las sábanas.
Largo periplo
hacia el lugar preferido de los gringos después de haber matado por obligación
al miedo de lo que nunca comprendieron en esa década y sin embargo lo
olvidaron, a pesar de la memoria digital y las letras grabadas en un rollo de
papel que se fue por el caño, mientras Mick Jagger, con su voz pastosa regalaba una
ilusión de lo que no éramos.
La vida se
desmoronó por un instante que se prolongaba en el tiempo de las necesidades y
algunos lugares dejaron de ser los solares urbanos, las vacancias del espíritu
por llenar y entonces la forma de dormir y las esperanzas se encontraban en el
umbral de la sierra, entre los hongos descubiertos por otros hombres blancos y
la clandestinidad de la guerrilla en Iztapalapa.
Los manteles
cuadrados del café de San Francisco permanecieron intactos mientras unos ojos
azules estaban inmersos en el espacio ausente, en la canción de los Who y los
sueños que se fueron desvaneciendo entre cervezas narvartianas por alguna calle
diferente a las calles de las tardes de niñas de uniforme de colegio de monjas y
los buenos días de los vecinos luchando por lo que no comprendíamos.
Las
manifestaciones calladas se desbordaban por el silencio de los diarios y las
noticias de algunos muertos se esfumaron en la inconciencia provocada por la supervivencia.
Las
matemáticas pasaron a formar parte del cementerio de los inútiles y la
revolución de los otros repercutió en el largo pasillo de los silogismos y las interpretaciones
absurdas de la historia, después se dijo que todos ellos estaban equivocados y
terminaron en el manicomio.
Al pasar de
los años, la maquinaria de la gran costumbre fue la devoradora de sueños y solamente en alguna ocasión
burlábamos a la muerte en una frase o una rica cogida que se perdía al día
siguiente en otro nombre de mujer.
¿Cómo atrapar
el instante en que las diferentes señales me indicaban que el mudo había
cambiado y nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismo?
Solo había
una larga letanía de versos del evento posterior, del relato lejano que los
historiadores de la forma nos convencían que era nuestra herencia, el pasado
inmediato, el centro ceremonial de lo que alguna vez éramos, se había escondido
en una sala de museo y algunas fechas memorables.
Siempre los
hombres blancos denunciando a los hombres blancos desde ese largo viaje de la
muerte hasta la muerte en “el corazón de las tinieblas” que un visionario
apenas dejó asomarse de lo que en realidad no era la vida para todos.
Luego el
escape, la fuga, el diálogo diferente para explicarnos y nuevamente los locos
de la esperanza satanizados por la ideología encubierta del progreso.
El repudio de
las geometrías cartesianas en una sala de monos
y un paréntesis del retorno en la isla de las contradicciones, el oxímoron
nuevamente en nuestras vidas antes que el copal y la tierra sagrada del peyote,
el grito y la catarsis de los que no acataban que su destino era un largo
pasado.
El retorno de
lo que en realidad fuimos para transformarnos en un amasajo de huesos y carne
solidificada por la memoria.
El único
sentimiento despojado de las capas superpuestas de la mentira a través de los
siglos y el cero descubierto en un programa de televisión, la historia contada
por Hollywood o las esperas desesperantes de la leche a la mitad de precio cuando podía estar
contaminada por la herencia maldita de la corrupción y el legado de la
indiferencia para los que no eran como unos y no sufrían en ninguna devaluación
que atormentaba la clase media, la única
“salvadora de la dignidad del ser urbano”.
Mas adelante
llegaría la respuesta transformada en un sinfín de palabras que en ocasiones se
asomaban tímidamente por la ventana o sobrevolaban por la playa de las
caminatas, de la aceptación, mientras el inmenso universo nos recodaba que el
colapso del tiempo solo era parte de la invención del hombre para crear dioses
sin vestiduras.
Las
rasgaduras del cielo donde se colaban las inmundicias de lo que en un salto
cuántico habíamos generado después de un millón de años.
Finalmente no
lo veríamos, la gran mayoría rezaba porque no pasara el infierno por sus
vidas y el Apocalipsis no llegara hasta
después de encontrarse muertos y la descendencia pudiera hacerse cargo de un
pasado que no logramos construir en los momentos de las confesiones.
Todos
nuestros antepasado se encontraban hospedados en las páginas de los libros de
texto, algunos querían borrarlos ahí mismo en aras del progreso. Yo regresaba
nuevamente a la época en donde me sentía seguro y la esperanza no era una
palabra obsoleta.
(Escuchaba a
los Creedence, cuando los ignoré en esos momentos, Gerardo, mi amigo muerto,
seguía vivo y sostenía la bandera de la vida mas allá de la muerte, soñaba con
ser piloto, jugaba a que la vida era así como la que vivió después de vivo
hasta la muerte..)
Me había
cansado demasiado rápido del oficio de los números y las leyes, de lo que era
correcto o incorrecto, de las múltiples llamadas a misa durante varios años en la
misma calle de una iglesia.
Finalmente
había sentido que de vez en cuando un escape de la moda de aquellos tiempos era
el reencuentro con lo que me llevaría a
estos años donde renunciaba de todo, menos del juego de palabras que me
encontraron en una plaza de Madrid en 1936, “Frente a la tarde de salitre y
piedra”: Fue cuando Ulises y yo nos desplazamos al centro ceremonial de los
aztecas para escuchar un inmenso discurso sobre la muerte y los espejos en una
noche donde el brujo que me inició en el mundo de las sensaciones escritas, me
enseñó a tejer mis recuerdos con las presencias de los símbolos y los fantasmas
de tiempos que no eran lineales.
Bordados en
que las mujeres formarían parte importante después de un proceso de aprendizaje
hasta llegar al feminismo y recordar a las viejas hechiceras de la familia.
El círculo
alrededor del fuego, los muebles viejos en un librero mágico y un hombre que me
sorprendió con tres historias que me marcaron. El estilo, la forma, el
sempiterno valor de la retórica en un espacio repleto de metáforas como
mariposas de Kenya, rinocerontes e
hipopótamos en las aguas de un río que
ya había desbordado su porción de magia y sin embargo no pudo desgastar a la
piedra donde la imaginación estaba escondida.
Palabras que
generaban el acontecimiento, donde las teorías de la Física se desmoronaban,
pulverizadas por lo que no tenía coherencia y sin embargo... se movían como los
molinos de viento retando a Don Quijote o Don Juan traspasando el infinito para
no hacer nada, solamente vivir y morir sin objetivos y discurrir en largas
caminatas de lo que antes del caos existía como la gran metáfora de la vida, o
la reunión de locos en un pequeño cuarto a punto de saltar el océano de las
añoranzas para transformarse en los enfermeros de su propia locura.
Volar, ser la
ausencia de todo y repetirlo siempre para ser determinados por si mismos y
morir siempre y volver a ser siempre lo mismo.
Diluirse en
la canción de Bouree de Jethro Tull o en el humo emergente para acordarse de
unos ojos azules todo lo que hay detrás de ellos.
Apuntes para "Narvarte" (2009)