La música poco a poco
se ahueca en esta soledad
de relojes “espirálicos”;
después de un bocanada
de silencio sin tiempo,
los sonidos se disipan
en el color del crepúsculo,
cuando la vida se detiene
dentro de un cuarto pintado
por el inventor del grito
en púrpuras profundos,
donde mis pensamientos
se cuelgan a
las paredes
de tres en dos, de dos a cuatro
y los números
esperan su turno
en la probabilidad de lo inmediato.
Como estrellas fugaces dibujan
la trayectoria en respuestas
con sabor a soliloquio
y remembranzas agridulces,
visto por otros caleidoscopios
cuando la bruja
soplaba
conjuros sobre mi espalda
para ver el infinito
que los espejos disputaban
en sus reflejos luminosos
con la canción de antaño.
Por esos “entonces y ayeres”,
los caracoles y las chirimías
se cruzaban en la calzada
de los almendros olvidados,
anunciaban el
encuentro sagrado,
en el lugar cuando la luna dormía,
desde los tiempos incrustados
en la piedra donde cantaban
las flores alrededor del fuego nuevo.
Fue cuando el chamán comenzó el mitote.
La tarde se esfumó
entre murmullos con el espejo,
solo quedó el grito pulverizado
por los hombres ciegos
que no podían ver las
acciones de sus conciencias
a pesar de la enseñanza
depositada dulcemente
en la sabiduría de los niños.
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