domingo, 30 de abril de 2017

Infancia


Video realizado Por Ignacio González Tejeda

Tenía un balcón con albahaca
y un ejército de botones
y un tren con vagones de lata
roto entre dos estaciones...
J.M. Serrat


Fui cocinado entre las vías del tren y los árboles de mango y de guayabo en el patio de mi casa. A pesar de la cercanía de ríos, a unos cuantos metros conocí el mar en un arroyo.
Entre burros, mulas y caballos vieron las letras su primer momento. Las lejanas voces de los brujos son imágenes en mi memoria.
En las noches, por el calor y las intensas jornadas de un día de cometas y mariposas, los fantasmas se regodeaban  con mis sueños, el mundo se encontraba dividido entre colores y en momentos,  en la negra oscuridad de mis temores no resueltos.
Según el mes, el sol se transformaba en mango, piña,  peces de colores, guarasapos, caballitos del diablo, chicharras, almendras y guayabas; pero no llovía por esos días o si así fuera mi memoria no lo registraba.
Pasaban los años y solo un instante fue recuperado entre esos pasillos de los datos almacenados por las emociones.

De repente las cinco de la tarde regresaba y eran momentos en que el juego en la parte vieja del pueblo se jugaba. Entre visitas familiares, pisos de tierra, gallinas parloteando como comadres, guajolotes y conejos encerrados, árboles de guayabo con cáscaras de tiempo; todos salían a la entrada de sus casas y sacaban las sillas de madera y la peineta para desenredar el pelo de las niñas. Nosotros (otros locos con sueños y  resorteras) explorábamos las partes escondidas de los patios, safaris de arrieras y cocuyos.

La llanura se encontraba a unos cuantos pasos y las vacas pastaban con esa sensación de paz y de inocencia al no saber de tiempo.
Mi mundo solo en parte fue la abuela y a veces los hermanos y mis padres, aunque ajenos; más familiar el panadero y su canasto rebosante el pobre  burro cargando los peroles de leche y al vaquero que siempre regalaba la “ñapa”, algo que en otros lados se conocía como el pilón. Más cercano, el vecino con el que fabricaba engrudo y diseñamos varias veces las aves de papel, o las mariposas  de celofán y cáñamo.
Nos refugiábamos siempre en el árbol de mango criollo y solo comíamos, sin pensar en guerras o excursiones por el África; no recuerdo su nombre. Los domingos eran tiempos de viajar por la pantalla, de comer cacahuates con cáscara a 50 centavos con todo y cucurucho. Entonces Chazan, Jim de la selva, Tarzán y Superman eran los héroes, sobre todo Jim de la selva, y también esas películas “sanas” de los blancos con los “indios”, los  “malvados” acechando a los pobres granjeros que solo querían cultivar la tierra.

En otras ocasiones la abuela nos narraba cuentos: “Quiqiriquí las nalgas de vieja comemos aquí” o el cuento del guayabo (el de la abuela enferma), “La carreta sin bueyes” para espantarnos junto con “el petate del muerto”.
Otras tardes la abuela nos llevaba  a una iglesia en que todos eran hermanos y nunca conocí a ninguno. Por el camino había otra casa en que las personas vestían de blanco y se pasaban  los huevos de gallina por sus ropas y sus brazos; seguía siendo la parte vieja de la tarde.


Mi infancia fue cocinada en parte con estas especias.

Luego llegaron  los corn flakes, Cachirulo y el  Club Quintito, los juegos en el  patio comunal del edificio, los departamentos sin serpientes o tarántulas; los terrenos baldíos en que el maíz crecía entre los tanques de gas y los estacionamientos.
Los carritos de metal para transportar la mercancía en esos mercados sin olor a totopo o longaniza; pulque en lugar de horchata, ratas y no conejos.
Avenidas y no llanuras, colegios y no escuelitas,  ya no había estrellas y oscuridad,  solo letreros luminosos y sin embargo era otro mundo lleno de encanto.
No había brujos ni cultos, ni fantasmas, pero si otras cosas: el avión dibujado en la banqueta a las 4 de la tarde, o el bote, y otros burros que a los 16 corren todos. Los quemados y el tranvía, el tren eléctrico en la sala, los vecinos con “Pipo” su gallo peleonero, los choco crispis, el frío, los abrigos, los partidos de fútbol, los domingos en el parque de Venados.
Los carritos desplazándose en carreteras de tiza en lugar de los barcos de papel por la fuente de la plaza. Juguetes electrónicos y radio de transistores del tamaño de una caja de cigarros.

En medio de dos mundos y el ferrocarril como puente iluminando mis caminos,  se encontraban los montones de palabras apilados en unos cuantos libros, los cuentos de chaneques, de centellas persiguiendo a los jinetes entre las patas de los caballos aparentemente acostumbrados, la cochina con zuecos espantando a los infieles, juegos con balones ovalados, otras películas y otras historias, los primeros coqueteos con las trenzas y las pecas.  

Y así pasó mi infancia rodeada de fantasmas y saltando como las liebres de un lugar a otro, uno con magia y papalotes, con pozas y arroyuelos, y otro con tranvías; multifamiliares, muchos universos confinados dentro de un cuarto.

Marzo 2008

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