Video realizado Por Ignacio González Tejeda
Tenía un balcón con albahaca
y un ejército de botones
y un tren con vagones de lata
roto entre dos estaciones...
J.M. Serrat
y un ejército de botones
y un tren con vagones de lata
roto entre dos estaciones...
J.M. Serrat
Fui
cocinado entre las vías del tren y los árboles de mango y de guayabo en el
patio de mi casa. A pesar de la cercanía de ríos, a unos cuantos metros conocí
el mar en un arroyo.
Entre
burros, mulas y caballos vieron las letras su primer momento. Las lejanas voces
de los brujos son imágenes en mi memoria.
En las
noches, por el calor y las intensas jornadas de un día de cometas y mariposas,
los fantasmas se regodeaban con mis
sueños, el mundo se encontraba dividido entre colores y en momentos, en la negra oscuridad de mis temores no
resueltos.
Según el
mes, el sol se transformaba en mango, piña,
peces de colores, guarasapos, caballitos del diablo, chicharras,
almendras y guayabas; pero no llovía por esos días o si así fuera mi memoria no
lo registraba.
Pasaban
los años y solo un instante fue recuperado entre esos pasillos de los datos
almacenados por las emociones.
De
repente las cinco de la tarde regresaba y eran momentos en que el juego en la
parte vieja del pueblo se jugaba. Entre visitas familiares, pisos de tierra,
gallinas parloteando como comadres, guajolotes y conejos encerrados, árboles de
guayabo con cáscaras de tiempo; todos salían a la entrada de sus casas y
sacaban las sillas de madera y la peineta para desenredar el pelo de las niñas.
Nosotros (otros locos con sueños y
resorteras) explorábamos las partes escondidas de los patios, safaris de
arrieras y cocuyos.
La
llanura se encontraba a unos cuantos pasos y las vacas pastaban con esa
sensación de paz y de inocencia al no saber de tiempo.
Mi mundo
solo en parte fue la abuela y a veces los hermanos y mis padres, aunque ajenos;
más familiar el panadero y su canasto rebosante el pobre burro cargando los peroles de leche y al
vaquero que siempre regalaba la “ñapa”, algo que en otros lados se conocía como
el pilón. Más cercano, el vecino con el que fabricaba engrudo y diseñamos
varias veces las aves de papel, o las mariposas
de celofán y cáñamo.
Nos
refugiábamos siempre en el árbol de mango criollo y solo comíamos, sin pensar
en guerras o excursiones por el África; no recuerdo su nombre. Los domingos
eran tiempos de viajar por la pantalla, de comer cacahuates con cáscara a 50
centavos con todo y cucurucho. Entonces Chazan, Jim de la selva, Tarzán y Superman eran los héroes, sobre todo Jim de la selva, y también esas películas
“sanas” de los blancos con los “indios”, los
“malvados” acechando a los pobres granjeros que solo querían cultivar la
tierra.
En otras
ocasiones la abuela nos narraba cuentos: “Quiqiriquí las nalgas de vieja
comemos aquí” o el cuento del guayabo (el de la abuela enferma), “La carreta
sin bueyes” para espantarnos junto con “el petate del muerto”.
Otras
tardes la abuela nos llevaba a una
iglesia en que todos eran hermanos y nunca conocí a ninguno. Por el camino
había otra casa en que las personas vestían de blanco y se pasaban los huevos de gallina por sus ropas y sus
brazos; seguía siendo la parte vieja de la tarde.
Mi
infancia fue cocinada en parte con estas especias.
Luego
llegaron los corn flakes, Cachirulo y
el Club Quintito, los juegos en el patio comunal del edificio, los departamentos
sin serpientes o tarántulas; los terrenos baldíos en que el maíz crecía entre
los tanques de gas y los estacionamientos.
Los
carritos de metal para transportar la mercancía en esos mercados sin olor a
totopo o longaniza; pulque en lugar de horchata, ratas y no conejos.
Avenidas
y no llanuras, colegios y no escuelitas,
ya no había estrellas y oscuridad,
solo letreros luminosos y sin embargo era otro mundo lleno de encanto.
No había
brujos ni cultos, ni fantasmas, pero si otras cosas: el avión dibujado en la
banqueta a las 4 de la tarde, o el bote, y otros burros que a los 16 corren
todos. Los quemados y el tranvía, el tren eléctrico en la sala, los vecinos con
“Pipo” su gallo peleonero, los choco
crispis, el frío, los abrigos, los partidos de fútbol, los domingos en el
parque de Venados.
Los
carritos desplazándose en carreteras de tiza en lugar de los barcos de papel
por la fuente de la plaza. Juguetes electrónicos y radio de transistores del
tamaño de una caja de cigarros.
En medio de
dos mundos y el ferrocarril como puente iluminando mis caminos, se encontraban los montones de palabras
apilados en unos cuantos libros, los cuentos de chaneques, de centellas persiguiendo
a los jinetes entre las patas de los caballos aparentemente acostumbrados, la
cochina con zuecos espantando a los infieles, juegos con balones ovalados,
otras películas y otras historias, los primeros coqueteos con las trenzas y las
pecas.
Y así pasó
mi infancia rodeada de fantasmas y saltando como las liebres de un lugar a
otro, uno con magia y papalotes, con pozas y arroyuelos, y otro con tranvías;
multifamiliares, muchos universos confinados dentro de un cuarto.
Marzo 2008
Marzo 2008
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