Como una respuesta de los callados lamentos de la noche
y su discurso despeñado por
las sombras, se develará el misterio
refugiado en la obsidiana y sus reflejos solitarios en la dialéctica del
sueño y se rebelará la espera, la tan ansiada caminata por los astros por los
cristales celosos del encuentro, la constelación de alcatraces y su aroma que
ocultaba tu expectante mirada.
Nos cruzamos en una vereda circundante de las malaquitas
pintadas con las señales del final consumado de mi búsqueda.
Estabas ahí, sin nombre ni pasado, sin gramáticas sobre tu
piel que pudieran señalar la ortografía en la historia de tus días, antes de que
fuéramos bañados por esa cascada de imágenes sin rostro con los líquidos acordes de una sinfonía, en un armonizado
compás de soledades que se mezclaban con el sonido de la espera.
Cruzamos el Aqueronte y le robamos a la muerte su secreto para volver a nacer en
otras multitudes de silencios. Desenterramos los espejos que escondían la
palabra en medio de la soledad, que nos despedía con un ramillete de tenues
lilas que se posaban sobre tus labios con una lluvia de esperanzas rojas, como
si el humo dibujara la orilla, el contorno en nuestros cuerpos después del
enardecido fuego que se ahogaba en el grito despeñado en la profundidad de
nuestras voces.
Nació el dialogo entre las palabras sin que los dos las
pronunciáramos, por ese lugar donde la nada era soberana. Entre susurros fueron
desprendidas como pájaros al vuelo, guisantes de colores divididos por las
franjas de la noche entre la luna y sus sollozos, agazapadas por una resonancia
diferente, mientras las piedras, esas enormes arquitecturas de los símbolos,
con frases monolíticas tejían al tiempo en los costados de un vasto universo detenido con otro
silencio en nuestros labios.
Nos cobijamos de ese feroz sentimiento que nos conducía al encuentro sin mascaras con un azul de atardeceres
mágicos que dibujaba el horizonte, el destino reflejado por tus ojos.