A mi cuate Jorge
... Mi partida
a Veracruz Se había convertido en una obsesión dantesca, como si fuera buscando
a la Beatriz
de mis amores, por los planos
entrelazados y los pasillos desconectados, los sótanos perdidos y el inframundo
de las periferias citadinas, necesarias para rehacer los pedazos dejados en
cada instante de mi vida, volver a pegarlos y cuando menos hacer un collage de
ellos bautizándolo como “Por aquí me fui encontrando con la izquierda” o “ Por
aquí me perdí por la derecha”, “Aquí me estacioné en la Narvarte” o al menos ese
increíble título siempre dicho y soñado, y jamás realizado: “Rock o la
posibilidad de que me ames así”. ¿Pero a quien o quienes lo estaba dirigiendo,
si no a mi y mis fantasmas, a mi y mis
sueños logrados y no logrados aún”?
La
melancolía junto con la confusión de ideas y un sentimiento desolado, me
acercaban cada vez más a la reflexión de lo que siempre he tenido sin darme
cuenta. Recorrer con mis recuerdos los tiempos en que todo era mágico, antes de
que el “sueño se terminara” como alguna vez dijera John Lennon; me dejaba un
compás de espera y de esperanza, que sin ser lo mismo se confundían en su
definición. La mujer, siempre la mujer como pretexto, inicios de lo
desconocido, viajes y lecturas para que me ayudaran a entender el mundo que me
rodeaba en ese momento, siempre era aún en este momento; el símbolo de “lo
otro”, la otra parte de mi sexo, más allá del pene y la vagina, de las sábanas
sucias, después de encuentros efímeros o trascendentes, de atracones sexuales y
físicos, o de viajes orgásmicos y eróticos, espirituales y existenciales,
siempre como punto de partida o puerto de embarco y desembarco, estaba ella en
los nombres de todas mis compañeras, amigas, tías, abuelas, maestras, vecinas,
amantes, queridas que como sacerdotisas me empujaban a reforzar y ensanchar mis
sueños y mis ideas sobre lo que me había tocado vivir. Eran el templo de mi
soledad o de mis encuentros solitarios con el silencio cuando se encontraban
ausentes de todo misterio y habían
resuelto el teorema, la vuelta de hoja de un calendario que se acumulaba por
los años desgajándose en esos fragmentos de tiempo interrumpidos, en medio de
palabras y escenarios disímiles, antagónicos, excluyentes y que sin embargo
integraban el reloj personal de mi existencia; a través de ellas había recorrido
los pasillos de la Facultad,
los campos de la
Universidad, las playas vírgenes del Pacífico, las playas
infestadas de turistas, las campiñas y las montañas perdidas en la sierra de
Oaxaca, los montes del sur de Chiapas, Comitán y San Cristóbal, Palenque,
Xochicalco, Tajin, Teotihuacan, las cabañas del cobre y las viejas calles casi
derruidas por el abandono del presupuesto de una ciudad (antes mas) hermosa
como la Habana.
Pero
aparte de María Teresa, Concha, la hermosa mujer de Puerto Ángel, Andrea, Diane,
y esa legión de ángeles que me acompañaban desde que fui destetado, estaban las
imprescindibles, la trilogía de mis pasiones y desamores, la dialéctica de la
divina trinidad, el desdoblamiento de un solo espíritu en tres cuerpos, las que
no fueron narvartianas pero que fueron
Narvarte y la Nápoles
y la colonia Guerrero y Satélite y Echegaray y Tlalnepantla, desvanecidas entre
ese manto protector de los locos que habitamos la Ciudad de México, y anexas.
Fueron
Layla de Erick Clapton, Una mujer con sombrero de Silvio Rodriguez, El amor te
hace niña de Nicola Divari, Los versos del Capitán de Neruda, Táctica y
Estrategia de Benedetti, Imagine de John Lennon, Quiero la Poesía de Duo Sur, las
manifestaciones con el PSUM, las pláticas clandestinas con el guerrillero
seminarista en el comedor de mi pequeño departamento, El viaje a Palenque y
Puerto Escondido, El Blues de la
cabaña de la carretera de Los Doors, las noches de cabaret, el Tour nocturno
del Follies, El Closet, El 77 y La
Camorra, buscando como desesperado el perdón y la culpa, y tantas cosas mas que fueron y que no
fueron, que las tres se confunden en mis recuerdos, las tres se fusionan en mis
pensamientos hasta volverlas una y ninguna, tres etapas tres momentos que como
metáfora del desencuentro o símbolo de lo que no fue (con Diane), aferrado las
quise encontrar en las viejas calles de la Habana, o las mismas calles repetidas del barrio
de la Huaca en
Veracruz, sin haber salido de ese espacio insulso y repetido de la colonia
Nápoles, antes Narvarte y la vieja calle de Tajin, antes los arroyos de Tierra
Blanca o los lotes baldíos de la colonia del Valle en que los pepenadotes
almorzaban, entre otras cosas, los mismos saltamontes que atrapaba para después
dejarlos como bocados exquisitos cuando el estómago no sabe de arte (supuestamente) culinario
sino de hambre, solamente hambre que se confunde por las vísceras con el Rock,
o la Poesía, o
la misma noche infructuosa en búsqueda de una caricia comprada; jugar a no
dejarse fichar y apostar con el compañero de juerga aunque siempre quedábamos
empatados con nuestros bolsillos vacíos y solo nos quedaba el consuelo de
refugiarnos en el tugurio en que por 10 pesos podíamos escuchar en vivo alguna
canción de Rock y entonces, nuevamente apostar que
el alcohol nos hiciera olvidar que la causa de nuestros itinerarios
nocturnos, era la decepción de no encontrarlas, de no tenerlas, de no
sentirlas.
Este
viaje era el viaje del desencuentro, de las convergencias divergentes, tratando
de rescatarme por medio del pasado, por un solo conducto espacial que era
Narvarte diluido entre tantos lugares y aconteceres, recuerdos y permanencias,
y siempre esa depresión que se desvanecía con cosas tan raras como un poema,
una canción, la rutina como paréntesis de la misma y puta soledad, el vacío de
las mujeres que navegaban por mi cuarto y mi propio vacío entre galletas
saladas y café "Oro" como único alimento después de noches de parranda o de
glamour, según fuera el caso.